miércoles, abril 07, 2010

Protecciones para desprotegernos de aquello de lo que no hay por qué protegerse


Recuerdo que una vez, en un episodio de “Cosas de casa” (la serie donde brillaba con luz propia Steven Hurkel), Carl le contaba a su mujer una especie de fábula. Trataba de una morsa, que queriendo mantener a salvo del frío (y demás peligros) a sus pequeños hijos, acabó aplastándolos.
Y es que la sobreprotección es peligrosa. La película de “Buscando a Nemo” tiene un principio parecido. Un padre sobreprotector que intenta mantener a su pequeño fuera de todo peligro.

Todo esto me hace pensar en nuestro cerebro. Él, como en los casos anteriores, busca nuestra integridad, mantenernos alejados de todo aquello que pueda dañarnos. Como un buen padre, nos mantiene alerta ante posibles amenazas. Así pues, no es necesario que alguien me asalte, navaja en mano, para crear en mí una respuesta de lucha-huída. En el momento en que ando por una calle oscura, a horas de poco tránsito, el hecho de escuchar los pasos acelerados de alguien viniendo hacia mí, posiblemente hagan que mi organismo reaccione.

Además es un sistema de valores que tiende a la alza. Si algo aparentemente inofensivo puede resultar ser potencialmente peligroso, nuestro cerebro nos pone en la peor situación para evitarnos un susto. Se ve mucho más sencillo con un ejemplo:

Paseando por el monte observamos una figura que en un primer momento identificamos como algún tipo de serpiente. Saltamos hacia atrás y, entonces, nos damos cuenta de que realmente es una rama. Sobresalto innecesario si en un primer momento hubiésemos reconocido aquella forma como la de algo inofensivo. Pero si el caso fuera a la inversa y, cuando nos parece estar contemplando una rama, en realidad se tratara de una serpiente, el tiempo de reacción estaría mermado por lo que sería más fácil que pudiera mordernos. Hay que estar alerta.

¿Hay que estar alerta? Muchos de los problemas de salud actuales tienen que ver con nuestro estilo de vida. De hecho nuestro estilo de vida influye directamente en nuestro estado de salud. Vivimos en una sociedad hiperprotectora, donde las amenazas han sido reducidas a su mínima expresión (no así las creadas por el propio ser humano).

Las condiciones higiénicas se han ido mejorando con el paso del tiempo. Vivimos cada vez más asépticos, menos expuestos, lo que a su vez nos vuelve más indefensos. Nuestra sociedad hiperprotectora potencia a nuestro cerebro sobreprotector para que huya de todo aquello potencialmente dañino y perjudicial.

Desgraciadamente la salud es un negocio. Y si hablamos de negocios, el más rentable es el del miedo. Asustar a la gente para que consuma determinados productos, determinados medicamentos, determinadas terapias… El marketing de lo milagroso.

Así pues, la sociedad satura a nuestro asustadizo cerebro con todo aquello de lo que debe huir. Además, le propone cientos de atractivos productos que, por arte de magia, mejoran el equilibrio, reducen grasa, quitan dolores, mejoran el estado de ánimo, depuran los pulmones…

La educación, la cultura, influyen enormemente en nuestra forma de entender el mundo. Si alimentamos a nuestro cerebro con miedos e inseguridades propiciamos conductas de evitación nada deseables. Un ejemplo claro podemos verlo en la falta de movimiento, la “no actividad” ante un dolor. Cuando nos duele algo tendemos a “inmovilizarnos”, a guardar reposo con la intención de obtener una mejoría de ese dolor. Si no acabamos de encontrar la mejora que deseamos, alargamos muchas veces ese reposo, llegando incluso a evitar movimientos o gestos que incluyan la activación de dicha zona dolorosa. Y el miedo se apodera de nuestro temeroso cerebro, activando la señal dolorosa (encendiendo la alarma) ante la tentativa de movimiento (por si hubiera una amenaza). No es necesario ni siquiera ver humo antes de pensar en que hay un fuego. Por lo que pudiera pasar salimos de casa con extintor bajo el brazo.

Y eso me recuerda de nuevo a la fábula de mamá morsa…

Maldito dolor bendito


La gran mayoría de los pacientes que atiendo en consulta acuden a mi porque tienen dolor. Acudimos al médico cuando nos duele algo. Huimos del dolor. Es una experiencia desagradable que nos incapacita para seguir nuestro ritmo diario. Somos incapaces de continuar con nuestras actividades, practicar nuestro deporte… El dolor puede paralizarnos.

¿Qué sentido tiene que la evolución nos haya dotado de tan sofisticado sistema de tortura?

En verdad hay que estar agradecidos. Este complejo sistema nos ayuda a sobrevivir. De hecho es el que nos mantiene alejados de todos los peligros potenciales para nuestra integridad. Si cada vez que hiciera algo dañino o perjudicial para mi integridad se encendiera una luz roja muy intensa en mi nariz, podría omitir dicho aviso, pero es difícil (o imposible) omitir una señal dolorosa de mucha intensidad. Puede dar fe de ello cualquiera que haya sufrido una fractura o una fisura ósea. Seguir con lo que estábamos haciendo antes de lesionarnos se plantea como muy difícil (o imposible).

El dolor intenta mantenernos alejados del peligro potencial. Intenta mantenernos con vida. Estamos “cubiertos” de receptores nociceptivos, que se encargan de recibir los estímulos nociceptivos y transmitirlos al cerebro, donde se procesa la señal dolorosa. Es importante este concepto. El dolor no se produce en el lugar de donde parte el estímulo. Es una respuesta que ha pasado previamente por varios filtros. Depende de muchos factores. De las circunstancias.

Como es un sistema diseñado para la supervivencia, tenemos una “memoria del dolor” que se basa en experiencias previas vividas o aprendidas. La cultura influye enormemente en la percepción del dolor. Un ejemplo de esto es el parto. No hace falta haber sido madre para hacerse una idea de lo horriblemente dolorosa que debe ser la experiencia. Al menos así es como la mayoría de la gente lo concibe. De hecho el número de partos con epidural se ha incrementado en los últimos tiempos ya que las madres de hoy en día, existiendo como existen medios para evitar el sufrimiento innecesario, solicitan de antemano anestesia para amenizar en la medida de lo posible el doloroso trance por el que tienen que pasar para poder alumbrar a sus retoños.

Así pues, no es necesario pasar por un proceso traumático para querer evitarlo en el futuro. El que nuestros vecinos, amigos y medios de comunicación nos adviertan de posibles peligros (las mordeduras de serpiente, la mayonesa en mal estado...) nos hace estar alerta. De hecho incluso pueden condicionar nuestra respuesta.

Se oye mucho hablar del efecto placebo. Cómo algo que en principio no tiene un efecto terapéutico nos ayuda con nuestro dolor (o enfermedad) por el hecho de que nosotros creemos que nos va a ir bien. Somos conscientes (o debemos serlo) que nuestras creencias influyen en nuestra experiencia dolorosa, tanto para bien como para mal. El efecto nocebo sería la antítesis. Algo que en principio no tiene por qué provocarnos dolor, pero debido a influencias externas, a creencias, nos produce una respuesta dolorosa. Existen estudios donde se ha comprobado que el hecho de decirle a un paciente que una determinada prueba o técnica va a resultarle dolorosa, respecto a no decirlo, incrementa la respuesta dolorosa a dicha prueba o técnica.

La respuesta dolorosa es el resultado de un complejo intrincado de interacciones que se producen entre distintas áreas del cerebro. La evaluación de la situación, experiencias previas, actitudes, creencias, cultura… condicionan la respuesta dolorosa.

Existe una extraña enfermedad conocida con el nombre de CIPA en la cual dichos enfermos son incapaces de sentir dolor (además de no poder sentir frío o calor. Son “atérmicos”). Lo que en un principio alguien podría pensar que es una ventaja, convierte su existencia en un verdadero infierno. De hecho son pacientes que suele morir bastante jóvenes. Cualquier pequeña herida o lesión puede complicarse sin que el paciente sienta nada. Imaginen una apendicitis. Es parecido a los procesos tumorales. Cuando suelen presentar sintomatología suele ser tarde. De hecho su detección se debe en muchos casos al hallazgo casual.

Es importante poder contar con un sistema que nos informa de que algo no va bien. Al final ese es el mensaje principal que nos comunica la respuesta dolorosa. Existe un daño potencial en algún tejido y hay que hacer algo. Muchas veces, cuando acudimos a la consulta del dentista, de urgencias, debido a un dolor insoportable de muelas, basta con que entremos a la sala de espera para que notemos un gran alivio. Nuestro cerebro ha hecho sus deberes y ahora puede “tomarse un respiro”. Vamos a poner fin a dicha amenaza.

Esto que hemos visto hasta ahora supone ciertas “complicaciones”. En primer lugar porque, como he dicho, hay que ser conscientes de que no tiene por qué existir una relación directa entre dolor y daño. Asociamos que nos duele algo a que tenemos algo mal y esto no es del todo cierto. Nuestro cerebro evalúa la información de la que dispone y decide activar el sistema de alerta nociceptiva si considera que existe la posibilidad real de daño en el tejido antes de que se produzca.

Si por ejemplo tenemos una idea preconcebida de lo malo que es padecer dolor en las rodillas, especialmente si practicamos deporte, porque puede suponer tener que pasar por quirófano (nuestros conocimientos se basan en la opinión de los expertos) como mi futbolista favorito, que estuvo apartado de los terrenos de juego durante más de medio año por un dolor en la rodilla debido a un gesto parecido al que he sufrido yo, obviamente voy a activar todos los sistemas a la espera de no empeorar mi cuadro doloroso.

La respuesta “normal” ante un proceso doloroso es la de reposo e inactividad. La intensidad del dolor nos aparta de nuestros quehaceres y nuestro cerebro “desconecta” determinados grupos musculares con la intención de reforzar ese reposo tan necesario muchas veces para una buena recuperación.

Con el refuerzo de lo que dicen en la tele, lo que le pasó a un primo de mi vecino, que tuvo que intervenirse más de tres veces y que cinco años después sigue padeciendo dolor, mis sistemas se ven condicionados. Paro de jugar. De hecho interrumpo toda actividad con la intención de recuperarme lo antes posible. Muchas veces el reposo puede ayudarnos, pero otras muchas veces, el reposo no nos beneficia en absoluto. De hecho reforzamos las creencias de miedo al movimiento. Mi cerebro hipervigilante vela por mi seguridad y activa la respuesta dolorosa ante la amenaza de daño de mi rodilla. Posiblemente sean los meniscos o los ligamentos (que es lo que dicen en la tele siempre). El hecho de andar posiblemente perjudique más todavía mi dañada rodilla así que adapto mi marcha con una especia de “cojeo molón” que me destroza la cadera de mi otra pierna.

Dolor no es lo mismo que daño. Dolor y daño no tienen por qué ir unidos. Podemos tener dolor en ausencia de daño y podemos tener daño en anuncia de dolor. Un corte con una hoja de papel entre los dedos apenas supone una mínima lesión, pero provoca mucho dolor. En cambio, muchos veteranos de guerra han sufrido amputaciones o heridas de bala de las que apenas se percataron.

Es más, en los pacientes que padecen miembro fantasma, existe dolor en una extremidad que ya no existe. Un amputado por encima del codo puede sentir dolor en su mano, ahora asuente. Por tanto, el proceso doloroso no tiene por qué tener una relación directa con un daño en el área donde se padece. El dolor es una respuesta real que se produce en el cerebro.

El dolor es una respuesta real que se produce en el cerebro a un complejo proceso evaluativo. Se modula la información nociceptiva a través de una serie de filtros y el resultado de dicho proceso es lo que percibimos como respuesta dolorosa, condicionada por creencias, actitudes, situaciones, aprendizaje…

Necesitamos el dolor para sobrevivir, para hacer algo contra eso que nos amenaza. El dolor útil que nos informa de un peligro potencial y intenta mantener a salvo. El problema viene cuando el dolor deja de ser útil. Cuando alguien agoniza por un cáncer terminal cuando no hay nada que se pueda hacer por él. Cuando no existe una verdadera amenaza de daño pero nuestro cerebro nos intenta defender de algo que él considera peligroso, incapacitándonos para salir de casa.

Hablaremos de ello en la próxima entrada.